así duele este verano (Hana)
Un canto a lo cotidiano
“Hana” es una flor que se abre a la vida. Hirokazu Kore-eda ha dejado atrás la ficción quirúrgica que inundaba títulos anteriores, desde su celebrada “Nadie Sabe” (2004) a “Distance” (2001) o “After Life” (1998), para profundizar en la tradición nipona y recrear uno de sus géneros más férreos, el kengeki, las historias de samurais. Takeshi Kitano ya lo hizo antes, pero la mirada de Kore-eda trasciende lo cómico y busca en esa mutación celebrar lo cotidiano, lo mundano y, al final, lo vital sobre la tragedia y sobre la muerte.
El código de los samurais, el bushido, es firme: la vida del samurai reside en la muerte. Hirokazu Kore-eda no ha sido del todo ajeno a esta premisa a la hora de plantear “Hana” (Hana yori mo naho, 2006) su último filme hasta la fecha y que se estrena el viernes en nuestras pantallas. Todo lo contrario. “Hana” emerge como la flor abierta que es. Tal es lo que deja descubrir: un canto a la vida, una celebración de lo cotidiano a partir la parodia de uno de los géneros más estrictos de la tradición cultural japonesa: el kengeki o chambara.
El kengeki está ubicado en el período Tokugawa o Edo, comprendido entre los años 1600 y 1860, en el que el Shogunato logró la paz a través de una legislación férrea y que culminó con la desaparición del anterior sistema feudal y, por ende, de la casta guerrera. Son dramas de samurais, milicianos feudales cuyo honor es la espada y la lealtad al señor a quien sirven. Su regio código de conducta les marca que deben cumplir con el camino del guerrero o morir mediante seppuku o harakiri, el ritual del suicidio del guerrero deshonrado. Huelga decir que sus historias han recorrido la trayectoria del Japón imperial y el moderno, y que fueron muy celebradas durante la emergencia del nacionalismo nipón. Directores como Daisuke Ito y su “A Diary of Chuji’s Travels” (1927), o Masahiro Makino, realizador de “Takadanobaba Duel” (1937) contribuyeron a la popularización fílmica del kengeki, aunque, tras un lógico parón durante la II Guerra Mundial y la posterior ocupación estadounidense, no fue nunca tan vívido como en las décadas de los 60 y 70. Algo que hay que agradecer a Akira Kurosawa, maestro del género. “Los siete samurais” (1954), “Rashomon” (1950) o la crepuscular “Ran” (1985), con Tatsuya Nakadai, son sus títulos más conocidos. Y si Kurosawa es el director emblema de la modernidad del chambara, el rostro que mejor lo encarnó entonces es el de Toshiro Mifune, protagonista de la mítica “Harakiri” (1962) de Masaka Kobayashi, o de “47 Ronin”, de Hiroshi Inagami.
Quizá la que más vínculos temáticos tenga con “Hana” sea “47 Ronin”, basada en la leyenda de Akou-Roshi, la venganza de 47 ronin (samurais sin señor), los sirvientes de Lord Asano, que, privados de su dueño, engañado y asesinado por Lord Kira en presencia del Shogun, decidieron ir en su busca. Fueron capturados y obligados a ejecutar el seppuku, un suicidio colectivo que, sin embargo, les restituyó el honor del que se vieron privados. El filme de Kore-eda retoma el relato de los samurais errantes como telón de fondo del periplo de Sozaemon, (Junichi Okada), un joven samurai obligado por los códigos de conducta a encontrar y dar muerte al hombre (Tadanobu Asano) que asesinó años atrás a su padre. Establecido en Edo (Tokio), el joven pronto comenzará a ser asaltado por las dudas: seguir el espíritu del bushido y reestablecer el honor paterno o dejarse llevar por la joi de vivre que gobierna el paupérrimo suburbio que ya comienza a ser su hogar.
Sozaemon no es Genba Tawaraboshi ni Kikuchiyo, algunos de los personajes interpretados por Mifune en las citadas películas de más arriba, aunque tampoco necesita serlo. Sus inseguridades, su cobardía y su generosidad le alejan del arquetipo de la tradición japonesa, pivotada en máximas severas y obsoletas, pero le emparientan con el modelo de antihéroe capaz de dinamitar un sistema con tan sólo decidir elegir por sí mismo. Kore-eda ha declarado que su única intención “era realizar un film, divertido, entretenido frente a la realidad que nos rodea. Un filme con el que la gente pudiera disfrutar y reír” (Cineasia 17), pero lo que ha conseguido, además, es realizar una sardónica parodia de la propia historia nipona. Takeshi Kitano ya se atrevió en 2003 a revisitar el propio género a través del remake de uno de sus personajes más míticos: el guerrero ciego Zatoichi. Kore-eda va un paso más allá y enseña que los samurais, además de matar, bailar y luchar por ser héroes, también sufren miedo, mienten y sienten compasión y piedad, no sólo por la muerte, sino también por la vida.
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